Este verano, recién descubiertas mis intolerancias a la lactosa, fructosa, sorbitol y gluten (y además con un bicho en el estómago que tampoco me dejaba tomar azúcar, levadura, arroz...) fui a una comida familiar donde, entre los 40ºC de mi pueblo en pleno agosto y lo poco que podía comer, estaba para que me diese algo.
El día transcurrió sin mucha alegría, pegada a mi triste tupper y poniendo buena cara mientras los demás comían paella y bebían cerveza fresquita como si no hubiese un mañana. Hasta que, a eso de las 7 de la tarde, alguien salió de la cocina con un platazo (una "sartená", como decimos en mi pueblo) de huevos rotos con patatas y jamón. No era ni de lejos un plato bonito digno de aparecer en Instagram, parecía más un revoltijo de algo amarillo, yemas a medio cuajar (¡como mejor están!) y jamón cortado bien finito. Entonces escuché las palabras mágicas de quien lo había preparado: "¡Lucía, come tú también, que no lleva cebolla ni nada que no puedas tomar!). Me supo a gloria, me podría haber comido la sartená entera y repetir.
Desde entonces los huevos rotos con jamón son mi comida favoritísima.
También es verdad que no he vuelto a probar unos tan buenos como los de aquel día... puede ser que los haya idealizado un poco... sea como esa, ese es el plato de mi vida.